A estas alturas de la vida, con nuestros
más y nuestros menos, temo decir que nos encontramos «curados de espanto». Nada
nos asombra, nada nos conmueve, nada nos repugna... Estamos tan acostumbrados a
los hechos, que nos encogemos de hombros, gritamos un poco en tal o cual red
social, pero luego nos olvidamos. Admitámoslo, somos de grito fácil y mazo
vistoso (aunque inútil). Imagino, dado que conozco la inquina que
alimenta a muchos de los ojos que pululan por la red, que estaréis diciendo «lo
mismo que estás haciendo tú», y yo, que soy consecuente con mis actos, entono
un mea culpa y cada uno a su casa y
dios en la de todos. Sí, admito que esta es una de esas quejas, que durante
mucho tiempo he estado lidiando con mis humores malignos, y al final la bilis
ha salido victoriosa; aunque existe una diferencia —quizá mínima, pero digna de
ser mencionada—: En mi caso, debido a mi situación, ya me he dado por vencido.
No escribo esto como prédica hacia una masa deseosa de un cambio, ni esperando
sentar cátedra... mi único deseo es contar esa pequeña parte que no queda a la
luz, que se pierde entre la infinita escala de luces que proyectan los neones
de la gloria. Y para hacerlo, tendré que empezar por el principio...
A
nadie le extraña ya el término «libre
mercado», las leyes de la oferta y la demanda, y demás supuestos
económicos con
los que rigen casi todos los aspectos de nuestra vida. Están ahí, en
cada cosa
que poseemos, que comemos, que vemos, y, como no podía ser de otro modo,
que leemos.
Porque aunque muchos se llenen la boca diciendo que la literatura es
Cultura,
en realidad su estructura responde más a una estrategia mercantil que a
una
obra social. ¿No? Hagamos un pequeño experimento. Visitemos, por
ejemplo, la lista
de los más vendidos de una tienda de referencia como puede ser «La casa
del
Libro». ¿Qué vemos? (De entrada, unas pocas incongruencias, pero eso
tampoco nos va a extrañar ya). Lo primero que llama la atención es que
hay muchos libros de
autoayuda; páginas y páginas de «cómo ser feliz» o «cómo hacerse rico», o
incluso «cómo hacerse rico para ser feliz» (y viceversa); luego están
los libros de las
películas de turno... cuyo número dependerá de lo ocupados que estén los
cuatro
actores de siempre y las respectivas cadenas para las que trabajan o si
la
editorial «A» o «B» ya compró los derechos para publicar —o reeditar—
dicha
obra. Después tenemos las creaciones literarias propiamente dichas (ojo,
sin
desmerecer las que sirvieron como modelo para películas, que hay obras
magníficas que han sido llevadas a la gran (o a la pequeña) pantalla
—con mayor
o menor éxito—); y aquí volvemos a encontrar ciertas cosas raras: los
mismos
nombres de siempre y, los que no son antiguos, son famosos a los que les
ha dado
la vena de la escritura... Y ahí se queda todo. Podemos mirar en
cualquier otro
top, pero siempre vamos a encontrar
lo mismo —a excepción, claro está, de revistas especializadas, cuyo ranking estará encabezado por obras que
solo los grandes críticos conocerán (y posiblemente puedan costearse)—.
¿Por
qué sucede esto? Porque el libro, como
producto, está mercantilizado, y las editoriales, como empresas que son,
lo
único que buscan es conseguir beneficio. No es nada alarmante. A
nuestro alrededor, todo responde al mismo patrón, y no hay más que ver
las
colas que se forman en las tiendas de Apple cada vez que sacan un
producto
nuevo (o una revisión del anterior al que le han pintado la carcasa o le
han
añadido una letra para disimular) para darse cuenta; si no nos molesta
eso, obviamente tampoco
tendría que escandalizarnos que los libros cojeen de la misma manera,
¿no?
Las editoriales, como cualquier otro
negocio, intenta ir sobre seguro: libros de autores que van a vender aunque el
libro esté en blanco, obras de famosos que daría igual que hubiesen sido escritas
arrojando un bol de sopa de letras sobre el papel... ese tipo de cosas. La
editorial quiere ventas, y es lícito que así sea pues viven de ello. El
problema aparece cuando esa «permisividad» editorial se convierte en dogma, y
el ansia por vender obnubila su buena praxis; cuando, para abaratar gastos, se
prescinde de traductores de calidad, de correctores eficaces, de diseñadores
competentes... o cuando —y es algo que he visto recientemente— el «famoso» de
turno desprecia la labor de cualquiera de ellos porque sabe más que nadie y si «corregía o cambiaba muchas cosas sentía que no era él el que lo escribía» (sic).
El libro jamás dejará de ser un producto,
pues siempre dependerá y obedecerá a las modas que rigen su mercado, pero lo que sí puede
dejar de ser —o por lo menos debería dejar de serlo— es un producto defectuoso,
cuya calidad (tanto interior como exterior) trascienda esos cánones de pobreza, alejándola del
abismo al que peligrosamente se ha estado encaminando en los últimos años.
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