Caricaturas




Decía Jacques Le Goff, medievalista y escritor francés, en su obra Les intellectuels au Moyen Âge (1985), que la «caligrafía es, más aún que la cacofonía, signo de una época inculta». Lo decía a razón de que una sociedad que se preocupa más por la apariencia del libro que por lo que se escribe en ellos (sin importar el tiempo que lleve o lo limitado de su número) es una sociedad a la que poco le importa lo que un autor tiene que decir, centrándose tan solo en lo hermoso de su nuevo volumen y lo bien que queda junto a su colección. Es de suponer, o al menos así nos lo han vendido los editores del momento, que en esta época en la que hacer una buena edición está al alcance de cualquiera —con un mínimo de conocimiento y un bolsillo holgado—, la idea de anteponer el contenedor al contenido habría quedado obsoleta, mantenida tan solo por alguna colección aislada cuya función sigue siendo la de iluminar textos a un precio más o menos prohibitivo. Pero ¿realmente es así? Dar un paseo por cualquier librería se ha convertido en un ejercicio de riesgo, ya no solo por las cosas con las que te puedes topar en este mundo artero y desconcertante, sino también por lo que se esconde entre sus muros repletos de libros. Hemos pasado de libros de letras a libros de dibujo, de contenido que alimenta la mente a una especie de sucedáneo destinado a alimentar egos desmedidos y el aplauso fácil... ¿Y qué decir del daño al que nos exponemos al hojear —ya no digamos si ojeamos— dichos libros plagados de faltas ortotipográficas por el que hemos pagado un precio muy por encima de su valor (material, del otro queda claro que para gustos...)? Si la caligrafía es propia de épocas incultas, el hecho de que mantengamos a flote la industria a base de propaganda y amarillismos debería decirnos algo acerca de nosotros mismos.
El autor, el de verdad, el que se deja las pestañas estudiando para que su obra cumpla con un lector con el que se siente comprometido, que intenta empapar de verosimilitud —del tipo que buscaba Todorov— todas sus letras, al que no le importa la cantidad de «dibujitos» que salen en su portada o los emoticonos y demás zarandajas con las que quieren llenar sus páginas, al que ni siquiera le importa que el mundo se haya vuelto loco y la venta equivalga no a la calidad sino a lo que un grupo de seguidores cuyo criterio se pierde por el desagüe de un fanatismo de manual ensalcen en las redes... ese autor incansable y condenado al ostracismo dentro de su propio gremio, se ha convertido en una caricatura de lo que representó hace años; ahora no lo buscan a él para hablar sobre libros, sino que son otros, «más entendidos» y que mueven las masas como mesías capaces de convertir el agua en vino, los que acaparan estanterías, anaqueles, canales de televisión y programas de radio. La literatura es un chiste malo que solo hace gracia a los que cobran de ella... y los que no lo hacen... bueno, ellos solo pueden mantener la esperanza de que la demencia del mundo pase o, como muchos hicieron en su día, intentar cambiar de idioma a otros que no limiten la creatividad o se vendan al mejor postor.







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